
Sentada en un rincón próximo a una de las columnas del lugar frío y gris de aquella ciudad. Eran las 7:30 de la mañana. Cientos de personas estaban en esa calle tan larga. Unos felices, otros cansados, pero la mayoría estaban ilusionados. Algunos solos, el resto acompañados. Ella, sola y desconcertada. Miraba a su alrededor: veía como algunos niños dormían tranquilos en los brazos de sus padres, una pareja dándose muestras de amor y protegiéndose del frío y hombres y mujeres con maletas y maletines. Ella, nada. Sólo llevaba lo puesto, salvo una carpeta.
Se dispuso a subir al tren. Se sentó, y tras esto, lanzó una mirada hacia la ventanilla y suspiró lentamente. No sabía dónde iba, no sabía que la depararía el destino, pero lo tenía que hacer. Nada más arrancar el tren, vió como todo el mundo hacía algo: unos hablaban, otros escuchaban música, otros dormían y otros leían. Ella, triste y abatida, cogió su carpeta y la abrió. De ella sacó una agenda y varias fotos. Fotos, fotos y más fotos. Unas de cuando era pequeña, otras de cuando era adolescente, y otras, más actuales, con la que era su familia.
Tras ver estas últimas, se le escaparon unas lagrimillas de sus ojos cristalinos, y a la vez, transparentes ojos verdes. Empezó a recordar todos los momentos vividos en su ciudad, en su barrio, en su casa. Los buenos y los malos momentos, pero que siempre iba a recordar fuera donde fuera. Cerró los ojos y se imaginó como sería su vida sin esto, sin una madre que la diera un beso al despertarse o sin aquel jardín lleno de amapolas y columpios que rodeaban su casa.
Sólo pasó una hora, para ella, una eternidad. Llegó su destino, la última parada del recorrido del tren. Tenía que bajar, pero no estaba segura, aún así, lo hizo. Estaba sola, sin comida, sin ropa, sin dinero. No tenía nada. Tenía que comenzar una nueva vida, pero ésta sería una vida vacía, sin cariño, ni apoyo, ni consuelo...
Lo había perdido todo, se lo había arrebatado todo. Ahora mismo su vida no tenía sentido. Nada más bajar del tren, salió de la estación y fue deambulando por las grandes y a la vez solitarias calles de la nueva ciudad.
Cielo azul, sol ardiente, un rascacielos enorme. Al lado, un puente. Sí, se dirigió a aquel puente a contemplar las maravillosas vistas de aquel paraíso. Alzó una vez más su vista al cielo y volvió a suspirar. No estaba segura, pero lo iba a hacer. Dejó caer su cuerpo sobre aquel puente de unos cincuenta metros de altura. Se suicidó. ¿Para qué o por qué?: vio que su vida no tenía sentido, no tenía a nadie a su lado, y eso, es una de la peores enfermedades de esta vida: la soledad.
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